Año tras año salen al mercado laboral cientos de jóvenes con suficiente formación profesional, aunque con escasa visión financiera, lo cual redunda, en la mayoría de casos, en que están capacitados para ganar dinero, no así para administrarlo e invertirlo. Esto se debe a que en los ambientes académicos adquirimos herramientas técnicas para desempeñarnos en actividades productivas, sin embargo, con pocas excepciones, recibimos una formación que desarrolle nuestra inteligencia emocional en torno al trabajo y los negocios. Dicho sea de paso, el manejo financiero es más emocional de lo que se admite comúnmente: no se explica de otro modo el espíritu de competencia, el anhelo de conquista y la satisfacción que se asocian íntimamente a las negociaciones y transacciones de dinero.

¿Y qué es la inteligencia emocional? Según Hendrie Weissinger, en su libro La inteligencia emocional en el trabajo, es cuando “de forma intencional, hacemos que nuestras emociones trabajen para nosotros, utilizándolas con el fin de que nos ayuden a guiar nuestro comportamiento y a pensar de manera que mejoren nuestros resultados”.

Es evidente que el manejo que hacemos del dinero es un reflejo de nuestro estado emocional, y en la medida que aprendamos desde pequeños a prever y pensar hacia el futuro, a interesarnos por nuestro entorno y a posponer la satisfacción de deseos y caprichos, nos resultará más fácil valorar y utilizar racionalmente los recursos disponibles -tanto a nivel personal como colectivo-, evitando el malgasto y el abuso. En este sentido, el reto que tenemos como sociedad es formar individuos integrales, que no sólo sean diestros en las llamadas ‘hard skills’ (habilidades necesarias para desarrollar el trabajo) sino que también tengan una relación positiva consigo mismos, con otras personas y con su entorno. ¿Cómo se logra esto? Incentivando en el hogar y la escuela tres aspectos:

  1. Curiosidad: para indagar la manera en que la economía se vincula estrechamente con la calidad de vida para el hombre.
  2. Autocontrol: para aprender a posponer gratificaciones inmediatas, en beneficio de una recompensa mayor en el futuro.
  3. Planear: para identificar el tipo de vida deseado y diseñar un método para alcanzarlo.

Esto se traducirá en menor tendencia a adquirir deudas, mayor disposición al consumo inteligente y la inversión, así como a la previsión en áreas de salud, vivienda, estudio y ahorro para el retiro.

Visto de este modo, la educación financiera es educación para la vida, por ello urge invertir tiempo y esfuerzo en formar a niños y jóvenes con conciencia social y ecológica, para que sean profesionales que, más allá de cultivar el intelecto, actúen bajo la premisa de que en la riqueza también se trata de decidir y actuar buscando un bien mayor. De este modo, con hombres y mujeres capacitados de manera emocionalmente inteligente en áreas financieras, podemos aspirar a un futuro prometedor, con sociedades más equitativas, prósperas y sustentables.

Marcela Suárez Fajardo
Psicóloga de profesión, terapeuta financiera y asesora en aprendizaje